Evaluar por competencias. Un reto, sin duda.
Evaluar es imprescindible para conocer la adecuación del proceso de enseñanza-aprendizaje a nuestros propósitos iniciales. Para readaptar nuestras propuestas y nuestras metodologías de trabajo en caso necesario (casi siempre lo es). Dada la trascendencia de la función evaluadora, ésta debería ser lo más eficiente posible. Es decir, debería consumir la menor cantidad posible de recursos para producir el máximo de beneficios para el proceso y, sobre todo, para nuestro alumnado. Evaluar no debería convertirse en un tedioso proceso de resultados estériles o, cuanto menos, poco claros.
Estamos ya bastante cansados de que la escuela se convierta, una y otra vez, en laboratorio de pruebas de planteamientos teóricos alejados del más mínimo empirismo. ¿De qué sirve imprimir un informe de evaluación de 36 páginas de un alumno si después no se elabora y se aplica un plan lógico de implementación para esa persona? ¿Y, es, realmente, posible ese trabajo y su aplicación individualizada en nuestra escuela real de hoy? Por otra parte, ¿qué efectos produce en la docencia la sobrecarga burocrática sin un objetivo relevante y compartido? Como éstas, son bastantes las dudas que se plantean en todas las salas de profesores y casi nunca se nos dan respuestas claras y convincentes.
Aun así, a pesar de este estado de ánimo que intuyo que flota en el ambiente profesional en torno a la evaluación, aun así, insisto, estamos dispuestos a esforzarnos por mejorar en nuestro trabajo, a descubrir nuestros errores, a explorar nuevas formas de enseñar... simplemente porque nuestro alumnado se lo merece y porque es nuestro deber.
Un saludo compis y... ¡a la tarea!